El pasado septiembre, mientras esperaba al lado de la máquina de café, se me acercó un niño rubio de unos cuatro años. Llorando a lágrima viva, pataleaba y se arrojaba enfurecido al suelo. A pesar de provocar a su alrededor más compasión que asombro, su cuidadora, Estitxu, no se inmutaba.
Teniendo en cuenta la edad del niño y su actitud, nada hacía pensar en algo distinto a la rabieta de un alumno nuevo a comienzos de septiembre; era la mirada lo que hacía especial al alumno de Gautena. Tres meses más tarde, el muchacho rubio camina tranquilo agarrado fuertemente a la mano de Estitxu o Ainhoa. El proceso de cambio ha tenido un elemento clave: el lenguaje.
Para angustia de sus padres, durante cuatro años, su único medio de comunicación ha sido el llanto, las amargas lágrimas difícilmente interpretables que multiplicaban hasta el infinito su significado; ahora, es la limitada lengua compuesta de seis imágenes la que le abre las puertas. El camino no ha sido sencillo. Primero, han tenido que encontrar algo que le apasiona: una tortita de maíz. Después, Estitxu y Ainhoa han creado el primer signo que conformará su lenguaje: el pictograma de la tortita. Por último, han tenido que realizar una y otra vez el mismo ejercicio: han diseminado las migas de una tortita encima de la mesa, de modo que, cada vez que su mano se dirigía automáticamente al ansiado pedacito, le han hecho tocar el pictograma. El milagro se ha producido cuando, al esconder la tortita, el niño ha acudido a la imagen para expresar su deseo.
Del mismo modo que A. Sullivan nombró el mundo a H. Keller, al cabo de tres meses, Estitxu y Ainhoa han proporcionado al muchacho el puente para llegar a las personas que le rodean, de tal forma que, ahora es capaz de pedir agua, zumo, un bollito de chocolate, batido, y, por supuesto, la tortita de maíz. En adelante, poco a poco, el puente se fortalecerá con nuevos signos.
A todos los que hemos sentido que la literatura es también un medio para expresar los matices y la profundidad de la realidad, a todos los que pasamos días y noches en busca de la palabra verdadera, nos da qué pensar el sencillo y conmovedor lenguaje de seis signos.
A menudo, cuando las palabras nos muestran su tremenda limitación, cuando la angustia de no llegar a comunicar lo deseado nos rebasa, desearíamos también contar con una imagen, con la mano de Lotto o Rembrandt que llegaban a reflejar con maestría, en pocas pinceladas, la mirada más profunda e inolvidable.
NOTA: Este artículo fue publicado en “Hitzen Uberan” el 18 de febrero de 2019,