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In memoriam

Resulta difícil escribir en pasado un texto sobre un maestro, pero, sobre todo, un amigo muy querido, después de haberlo comenzado en presente…

En la escuela peripatética formada por los seguidores de Aristóteles, los alumnos y maestros tenían la costumbre de pasear en el huerto. A Platón, sin embargo, el diálogo le resultaba la forma más adecuada para la enseñanza. En las horas que compartí con Patxi, hicimos nuestras las dos costumbres y si bien es cierto que todas nuestras reuniones –las que transcurrieron en la terraza de La Salle de San Sebastián, como las que transcurrieron a la sombra de los árboles de Irún– se convirtieron en largos paseos, fueron los altos en el camino, los silencios los que hicieron inolvidables aquellos buenos momentos que pasé junto a él.

Los espacios mencionados conformaron el paisaje de nuestros paseos y, sin embargo, siento la certeza de que los que se hallaban en el corazón de la mirada nostálgica de Patxi eran otros –los atajos, los invisibles y abruptos caminos de cabras, los de las altas montañas– y sé que, en cualquier momento, hubiera huido a gusto por esos viejos caminos de carretas, pero, sobre todo, hubiera escapado al pasado. Siendo ese paisaje el de sus inolvidables recuerdos –el territorio íntimo del poeta–, era habitual que esos lugares nebulosos o soleados asomaran a sus labios, o a sus poemas, bajo la forma de un dolor desbordante.

Para el camino, nos bastaban un lápiz, unas hojas, algún libro y la pequeña armónica. Nuestro tema de conversación era la literatura y a pesar de que los afluentes que desembocaban en ese gran río –la música, la vida, los alumnos– enriquecieran sus aguas, cuando nos acercábamos a aguas profundas, más turbulentas, hacía su primera parada. “¡Nosotros, a lo nuestro!” me decía mirándome a los ojos y ambos sabíamos que “lo nuestro” sólo era tejer bien las palabras, con el cuidado del artesano, admirando a los maestros. Desde el comienzo nos unió el hilo invisible de compartir el mismo criterio literario y si constantemente mencionaba a autores como Seamus Heaney, Ted Hughes, Milton o Symborska, porque formaban parte de él, agradecía entusiasmado conocer a otros autores.

De un lado a otro, arriba y abajo, otras paradas solían estar unidas a las correcciones. Como los buenos maestros, amaba la verdad y leía con rigurosidad los textos de cualquiera, incluso los míos. Le agradezco sobremanera las correcciones y guardo en el corazón sus felicitaciones. Tras los últimos poemas que compartí con él, me escribió las palabras de John Henry Newman:

“Lead, kingly light amid the encircling gloom,
Lead Thou me on…
The night is dark and I am far fron home…”

Estaban también los descansos más duros, los más difíciles, cuando nos deteníamos obligados por el sufrimiento y la enfermedad de ambos, pero, tal como me escribió después de las palabras de J.H.Newman, “no es fácil ser testigos de la oscuridad, pero ese también es nuestro destino, el de los poetas”.

Un maravilloso atardecer, contemplando el sol que se ocultaba, convirtió en oración inolvidable el poema “O light invisible” de T.S.Eliot. Deseo creer que siendo un humilde rayo que forma parte de esa luz invisible, alcanzará a iluminar el vacío que ha dejado, que alumbrará el camino de carreta de cada renglón que escribamos.

NOTA: Este texto se publicó en la antología Blues bat bizitzari a modo de epílogo en noviembre de 2018.