Si la palabra conlleva la realidad que nombra, en algún incierto lugar debe existir el silencio. No obstante, en esta sociedad tan ruidosa resulta una tarea cada vez más ardua encontrarla, ya sea en nosotros mismos o a nuestro alrededor. Hemos convertido el ruido en un muro casi indestructible, en una frontera; nos rodean la estridencia, el estruendo y el alboroto, y, vivimos apresuradamente, a un ritmo vertiginoso intentando golpear la muralla del tiempo, el sufrimiento y la soledad.
El que, en ese fragor, busca el silencio ansía las consecuencias positivas que emanan de todas las acepciones de la palabra. Se trata, sin embargo, de un concepto que posee, al igual que la luna, una cara oculta, un envés, y, en ese lado sombrío se hallan quienes utilizan el silencio como castigo: aquellos que aman el juicio y la condena han convertido la isla perdida del silencio en un frío exilio; al distinto, al que incomoda nombrando se le condena tras un muro de silencio: al ostracismo. De ese modo, desconociendo que la palabra es libre, el gobierno de Putin, no habiendo sido suficiente el frío del gulag, ha intentado desterrar de las lecturas de educación secundaria los libros de Boris Pasternak, Ana Akhmátova o Ossip Madelstam. Muchos poetas condenados, tras crear sus poemas mentalmente, a falta de un lápiz y un papel, han gozado de la ayuda de la memoria para sobrevivir y hacer revivir sus creaciones, en contra de los verdugos que desconocen que, a pesar de condenar al cuerpo a castigos insufribles, no es posible poner fronteras a la palabra y a la imaginación.
Existieron sabios que afirmaban que en el origen de todo se hallaba la palabra, llenando el vacío del silencio. En la gestación de un bebé, las palabras que rodean el vientre, poco a poco, van creando su piel más íntima, y, al nacer, el sonido de esas palabras que identifica inconscientemente se convertirá en su canción de cuna más apacible.
La verdadera palabra es el puente entre la realidad, el pensamiento y el ser humano. En ese antiguo puente que ha sobrevivido en el transcurso de tantos siglos, existen unos sillares que conforman poemas. En Japón aman las luciérnagas no sólo por su belleza, sino porque son reflejo de una naturaleza limpia. Los poemas se parecen a esas luciérnagas que llenan los bosques de Nagoya; son el signo de una sociedad culturalmente madura, profunda y saludable.
Nos rodea el ruido y nos ahoga el estruendo. Creo que el silencio es un ser que desapareció hace mucho tiempo, si es que existió alguna vez; el único vestigio que nos queda es la palabra verdadera, la que nos guía hacia la calma y la serenidad, pero que puede llegar a incomodar ya que se trata de un signo profundo que alerta como el humo. Sin embargo, el humo no goza de buena prensa, y, por esa razón, la gran poeta Francisca Aguirre le dedicó un poema:
“El humo es un extraño desperdicio,
tiene muy mala prensa.
Es un abandonado,
Es un incomprendido;
casi nadie recuerda que el humo es un vocero,
un triste avisador de lo que se nos avecina.
Y por eso, cuando lo escucho vocear con impotencia
yo le canto la nana del silencio
para que no se sienta solo.”
“Nana del humo”, F.Aguirre.