El bosque, la ventana y el dedo del niño

Este texto fue leído por la autora en el encuentro “Plantar un libro, escribir un árbol” que se celebró el año 2022, en la Casona de Verines.

Mercedes Menchero Verdugo le dedicó un programa de “Atriles entre los árboles” el 16 de febrero del año 2025, conjugando obras de Bach y sus propias reflexiones.

Mercedes Menchero Verdugo es licenciada en Filosofía por la UNED. Durante varios años estudió Música (piano) con la profesora Olga Anechina Ferrera, siendo alumna libre del Conservatorio Superior de Música de Madrid.

Ha sido directora y presentadora de los siguientes programas en Radio Clásica: Las músicas que escuchaban los filósofos; Polimnia, Música para los cuadros que amó Umberto Eco; Hotel Baden Baden y Música y pensamiento. Actualmente, dirige y presenta el programa Atriles entre los árboles.

Atriles entre los árboles es un programa sobre naturaleza, en el que se recorren jardines, bosques, parajes en extinción y otros muchos paisajes vegetales del planeta. Cada uno de estos parajes tendrá un paisaje sonoro que irá acompañando el itinerario.

 

“El bosque, la ventana y el dedo del niño”

Si alguien me preguntara alguna vez por una obra que hubiera deseado escribir, consciente de la dificultad de elegir un solo libro, guardaría un lugar privilegiado para la trilogía de Luis Mateo Díez. Esa es la razón de que un breve fragmento de La ruina del cielo constituya el umbral de mi último trabajo.

Las paredes de esta hermosa casona cuidan con celo las palabras que él pronunció hace nueve años. Es un sueño para mí pensar que las que ahora definen mis labios puedan encontrarse en algún rincón de esta “casa de las palabras” con las de admirados poetas y escritores que la habitan, o tiemblen en algún oscuro escondite ante las de algún crítico que pronunció aquí su discurso.

Acudir, además, acompañada de Leire Bilbao, escritora a la que me une la pasión por la poesía y el objetivo de cuidar el mundo lírico y creativo de nuestros niños y jóvenes, es un verdadero privilegio. Su obra, de gran sensibilidad con el entorno natural en el que vivimos, entronca con nuestra tradición oral adecuándola a una visión contemporánea, al mismo tiempo que hace hincapié en la capacidad lúdica de la palabra.

La tarea del escritor es un oficio solitario, un trabajo arduo que llega a su plenitud cuando adquiere una existencia objetiva y logra establecer la comunicación con un lector u oyente, y cuyo aprendizaje nunca llega a su fin. En ese sentido, deseo agradecer la invitación a participar en estas jornadas que suponen para mí abandonar por unos días la soledad de mi habitación para conocer y aprender de otras voces y experiencias.

El bosque

Fue durante mi infancia cuando heredé una nostalgia que no me pertenecía; de la misma manera que se hereda la forma y el color de los ojos, fui depositaria de la nostalgia y la mirada de mi aita.

Enamorado, había abandonado no sólo su hogar sino también el territorio de su infancia y juventud, una colina, unos bosques y unos prados escarpados donde percibió lo más bello y terrible de la naturaleza, y cuya añoranza me transmitió con la naturalidad con la que se enseña una canción.

Volvíamos a menudo a su caserío natal, Goikoetxe, y en el recorrido por la serpenteante carretera, la niña que fui observaba en un recodo del camino, el lugar donde él se encontró con la muerte a los nueve años: un rayo había fulminado a su aita, que se encontraba segando la hierba con una guadaña.

Conocí a mi abuela Flora postrada en una silla de ruedas, luchando dentro de un cuerpo abatido por el sufrimiento y la enfermedad. Por eso, mientras la memoria del aita campaba en los aledaños de la casa, en las tierras que durante años había cuidado, mis recuerdos se refugian en la penumbra de la cocina, espacio vedado a los animales donde un tío abuelo centenario recitaba en tono salmódico discursos cada vez más incomprensibles que se creaban en una mente laberíntica reacia a perder el poder de la palabra.

Desde la distancia que marca un tratamiento que se ha perdido (“berorika”), yo observaba con timidez cómo los dedos deformados de mi abuela extraían las semillas de flores, frutas y plantas, y las guardaban con mimo para obtener mejores cosechas. La mirada de mi padre era más amplia y profunda: capaz de cabalgar en el tiempo, veía simultáneamente en aquella mujer a la que se dirigía con humor y cariño, a la madre que había cosido y bordado con delicadeza su ropa durante años, y a la viuda que no dudaba en coger una escopeta para proteger a sus cinco hijos cuando los perros cuidaban de la noche con aullidos y ladridos.

Tal como he indicado, el amor lo hizo abandonar su hogar y acercarse a otro caserío, Erretira, la tierra de mi infancia y juventud, la región donde a pesar de sufrir la cerrazón de un mundo opresivo y nada generoso, fue capaz de cuidar su mirada y, en cierta medida, transmitírmela. Apreciaba la belleza de los rosales y cuidaba con esmero de los bosques, donde su desarrollado instinto era capaz de buscar setas, frutas y donde, a pesar de la niebla más cerrada, se orientaba con la seguridad del caballo que nunca se ha de perder. Gracias a esos ojos, soy ahora capaz de reconocer algunos árboles, ciertos pájaros y el huerto. Sin embargo, con él ha desaparecido también una sabiduría que me es difícil recuperar: escucho sonidos en el bosque que no acierto a identificar; encuentro plumas o nidos y no reconozco a sus propietarios; analizo las siluetas desnudas de los árboles y es en los libros donde he de buscar sus nombres… Tampoco logro desembarazarme del temor a desorientarme y perderme en el bosque, incapaz de encontrar un claro.

La genética hizo que heredara unos ojos, una voz y un cuerpo que debería cuidar más, pero fue en la infancia cuando heredé una nostalgia que no era la mía y una mirada que desearía no olvidar, un mirar sensible capaz de contemplar la belleza, a la que deseo poner la palabra más precisa, a sabiendas de que quien lee y escribe hace perdurar el bosque que nunca deseamos abandonar.

La ventana

El ingeniero forestal y padre de la ecología contemporánea Aldo Leopold (1887-1948) comienza su diario Un año en Sand County afirmando que “hay quien puede vivir sin lo salvaje y quien no puede”.

Creo ser de las personas que no pueden ni desean vivir lejos de la naturaleza, de la libertad, pero, a diferencia del silvicultor que se refugiaba en su vieja granja de Wisconsin, desde hace unos años, apenas salgo de casa. Sin embargo, la paradoja no es tal, ya que a pesar de vivir rodeada de edificios que subrayan mi añoranza del bosque, contemplo todos los días las briznas de naturaleza que logran adentrarse en nuestro hogar por cualquier rendija.

Hacia las cuatro y media, el canto del pájaro más madrugador marca la soberanía del aire que me rodea soñando con el fin de una noche marcada por la cambiante luz de la luna, las tormentas y las luces del pueblo, que han logrado desterrar definitivamente la oscuridad al lejano bosque de la infancia.

Los primeros rayos que dependiendo de la estación del año varían su lugar de aparición en unas cuantas chimeneas, y que perfilan el tejado de enfrente y la silueta del mirlo me encuentran en la mesa de trabajo. En el alfeizar, los gorriones se desperezan confiadamente, sin sentir ningún temor ante mi quietud.

Son las nubes las que me anuncian los vientos cálidos del sur o la proximidad amenazante de las tormentas del norte que se avecinan anunciadas por los chillidos de las gaviotas.

Se trata de una naturaleza que, sin ser cruel, puede llegar a ser muy hostil. Al comienzo de tres primaveras, tres parejas de mirlos, o una sola –gusta pensar en seres que desean regresar–, han construido entre nuestras dipladenias y los arbustos de evónimo su nido, y han cuidado de sus huevos y polluelos desafiando con violencia a todo aquel que osara acercarse a su fortaleza, del mismo modo en que unos padres defienden y protegen su familia ante el asedio en tiempos de guerra. Regar las plantas u observar la evolución de los polluelos se convirtió para mí en un acto temerario. No obstante, habiendo escogido un tercer piso para construir su hogar, el primer vuelo de sus retoños solía resultar habitualmente trágico. Consciente, tal vez, de la crudeza del mundo natural, incapaz de volver a escuchar los chillidos de angustia de esos padres, y, quizás, empatizando compasivamente con el síndrome del nido vacío, este año, ha sido uno de nuestros hijos el que les ha impedido tejer el nido. “Se acabaron las tragedias” sentenció.

La naturaleza no ceja en su empeño de introducirse en nuestra casa por todas las rendijas y, a veces, es simplemente su aroma lo que percibo; no podría cerrar las ventanas al petricor, al aroma de la hierba recién cortada por los vecinos o a la dulzura de los tilos al atardecer. Sin embargo, soy consciente de que a lo largo de mi vida, y ahora con especial intensidad, ha sido en la literatura donde siempre he encontrado la palabra exacta que denomina los distintos paisajes que me conforman. La oralidad de nuestra cultura hace que nuestras canciones, baladas, dichos y refranes hundan sus raíces en la tierra, o la mar, que contemplaron y cuidaron nuestros antepasados. La voz profunda de Imanol, la de Benito Lertxundi, Mikel Laboa o Anari cantan lo profundo de la belleza que nos rodea.

Ha sido también en los libros donde he reconocido mi tierra o he viajado a mundos más desconocidos: estos últimos meses he regresado a las tierras del sur de Faulkner; en el herbario delicado de la adolescente Emily Dickinson y en sus palabras, identifico algunas flores que yo misma recogía y conozco otras nuevas; los poemas de L.Glück me hablan del iris, la amapola, la rosa o el espino, y ha sido Joan Margarit quien me ha hecho reflexionar sobre ese animal de bosque sabio y sereno que siente y acepta estoicamente la cercanía de la muerte.

Siento especial predilección por la obra de autores que trasladan la vivencia de nuestro entorno a sus palabras, tamizadas por un pensamiento profundo. Puede tratarse de obras que nombran un entorno rural fácilmente distinguible como Los árboles que nos quedan de Ramón Andrés o Basa de Miren Amuriza, pero, a veces, en las historias que se desarrollan en la ciudad más industrial basta una sola pincelada, un adjetivo concreto o una certera metáfora para que, tal como hacían los pintores barrocos, un haz de luz ilumine lo simplemente necesario o cree la atmósfera deseada. Es lo que consigue el uso magistral del lenguaje de Felipe Juaristi o Anjel Lertxundi.

Mientras escribo estas líneas, continúo elaborando otros trabajos para cuya realización sigo acudiendo a mis maestros, y constato, tal como he indicado, que una especial adjetivación, por ejemplo, de J. M. Caballero Bonald (“ el mar, con sus renglones litorales surtos/ en dos zonas de azul”) puede abrir un mundo lleno de sugerencias; la tierra árida de Celama, esa “herrumbrosa planicie que brilla o se oscurece con el golpe del metal muerto” puede adquirir carácter simbólico, y a algo tan sencillo como el polvo, Faulkner, en el relato “Bufón en negro”, le puede dar tal protagonismo que nuestros sentidos se despiertan ante la mirada del viudo que desea seguir viendo las huellas de su mujer en el camino y el paisaje (“poste y árbol y campo y casa y colina”) que su mujer ya no puede ver: “(…) y en su suelo, en su polvo de agosto claro, liviano y seco como la harina, la larga huella semanal de cascos y de ruedas había sido borrada por los pausados zapatos de paseo del domingo, bajo los cuales, en alguna parte, eclipsadas pero no idas, fijas y contenidas en el polvo apelmazado, se hallaban las delgadas huellas, de dedos gruesos y planos, de los pies desnudos de su esposa cuando los sábados por la tarde caminaba hasta el economato para comprar las provisiones de la semana siguiente mientras él tomaba el baño (…)”.

Son meros ejemplos de un catálogo infinito de textos de los mejores autores que ejemplifican, como decía Leonardo da Vinci, que todo tiende a la unidad, de forma que la naturaleza no puede deslindarse de ningún elemento textual que analicemos, convirtiéndose simultáneamente en personaje, espacio, tiempo o elemento importante de la visión del mundo que nos proporciona el narrador, es decir, parte del estilo que distingue a los grandes escritores que aman la naturaleza.

Leyendo estos autores, a menudo, me invade la nostalgia de los bosques de mi infancia; sin embargo, no se trata de una melancolía que cante la ausencia de un mundo perdido e idealizado, sino la conciencia plena de que es nuestra mirada la que convierte en paisaje cualquier brizna de lo natural que contemplamos desde la ventana de nuestra habitación, en las páginas de un libro o en nuestra memoria. Es esta última, como señala Caballero Bonald en “Aguas de la memoria” la que consigue perpetuar la vivencia del niño que fuimos, haciendo “ciertos los días que cayeron/ que pasaron heridos, y los alza,/ los levanta a la luz de la memoria,/ a esa luz que nos duele, que está sangrando ya,/ porque en el tiempo/ sólo puede vivirse sabiendo que ha pasado”.

El dedo del niño

Es la nuestra una época en la que se escribe y reflexiona mucho acerca del mundo natural. El entomólogo y biólogo americano Edward Osborne Wilson (1929-2021) afirmó que “la naturaleza es la clave de nuestra satisfacción estética, intelectual, cognitiva e incluso espiritual”. De acuerdo. A comienzos de julio, tuve la oportunidad de leer un adelanto del libro Ecotopía. Una utopía de la tierra de Alexis Racionero. En él, señalaba que es propio del lenguaje de la ecosofía “percibir las armonías de la naturaleza, su vibración, su mensaje oculto, la lengua secreta de los árboles…”. De acuerdo.

Al leer los distintos textos, acudió a mi memoria el recuerdo de nuestro otro abuelo, aquel hombre rudo que con paso lento y cansado recorría todos sus campos de cultivo al atardecer. Pertenecía a la estirpe de los hombres y mujeres que vivían en comunión con la tierra, algunos más contemplativos que otros, pero que empuñaban con determinación la escopeta si un topo destrozaba su campo, un zorro, el gallinero, o un jabalí, su cultivo. Dudo que supieran teorizar sobre el equilibrio ecológico, pero cuidaban con celo de una naturaleza de la cual dependían.

Reflexionando acerca de la esencia de un conservacionista, Aldo Leopold afirma que la mejor definición no se escribe con una estilográfica, sino con un hacha. En ese sentido señala: “Es una cuestión de en qué piensa un hombre cuando tala o cuando decide qué talar. Un conservacionista es aquel humildemente consciente de que con cada golpe está estampando su firma en la superficie de la tierra. Las firmas, por supuesto, difieren, se estampen con hacha o con estilográfica, y así es como debe ser”. Yo sólo dispongo de la herramienta de la palabra para surcar una tierra muy especial, la de la literatura.

Durante mi último curso como profesora, muchas veces llegaba al colegio antes del amanecer. Las luces de los teléfonos móviles me señalaban, como luciérnagas, dónde se encontraban mis alumnos más madrugadores. Les saludaba, charlaba con ellos de cualquier tema, me interesaba por el mercado negro de los deberes y trabajos, y, a veces, les señalaba la luna. Miraban extrañados a la luz cambiante que pendía del cielo, sin saber de su naturaleza mentirosa; hubo incluso quien, contemplándola en su plenitud, la confundió con nuestro astro rey. Allí donde yo escuchaba el ulular de unas tórtolas, ellos oían el lenguaje secreto del búho; sus auriculares les inmunizaban de la escandalosa presencia de unos estorninos que se refugiaban en un cañaveral cercano, y les aseguro que, como el poeta, desconocían no sólo cómo había llegado la primavera, sino que los vencejos habían elegido los aleros de sus casas para construir los nidos.

Una mañana, el oscuro graznido de un cuervo me sobresaltó desde la rama de un tilo de una céntrica calle. Un niño de corta edad se percató de su presencia y lo señaló con su dedo, intentando, sin éxito, mostrárselo a la madre que, con paso presuroso dirigía el cochecito del niño con una mano, mientras con la otra sujetaba el teléfono.

Creo firmemente que el colegio debe procurar, sobre todo, en alumnos con carencias de todo tipo, vivencias y experiencias que la vida les ha negado. Mi trabajo se centraba en enseñarles la lengua y literatura castellana, pero era muy consciente de que la materia me permitía también potenciar la reflexión sobre ese tipo de cuestiones, consciente de que mi visión sobre esos temas, o la de cualquier escritor, responde a una visión del mundo particular, fruto de su sensibilidad y sus vivencias.

Ahora, cuando me siento ante mi mesa e intento trabajar el lenguaje con la laboriosidad de nuestros artesanos, y especialmente, cuando escribo para nuestros niños, deseo, como entonces, ofrecerles la mejor literatura, siendo consciente de que, muchas veces, mis palabras cumplen la función deíctica del dedo de aquel niño que señalaba el cuervo. Aldo Leopold afirmó que “podemos ser éticos sólo en relación con algo que podemos ver, sentir, entender, amar, o en lo que podemos tener fe”. En ese sentido, señaló que “lloramos sólo lo que conocemos. La erradicación del Shilphium del oeste del condado de Dane no es motivo de aflicción si uno lo conoce sólo como un nombre en un libro de botánica”.

Creo que la literatura debe reflejar la vida, lejos de cualquier función didáctica, pero no hay duda de que una simple imagen, o el más sencillo de los adjetivos pueden convertirse en el dedo del niño en el que todavía perdura la capacidad de asombro que celebra la vida.

Nos cobija el mismo cielo, pero el viento, las nubes, las tormentas o el vuelo de las aves hacen que, cada instante adquiera formas parecidas, pero infinitamente distintas. Es el asombro lo que nos lleva a coger el lápiz y buscar la expresión más certera para nombrar esa realidad cambiante, de forma que escribir se convierte en un acto de esperanza que sueña con un futuro, con un lector al que se le ha querido nombrar la nostalgia de un pasado añorado, el presente vivido o el sueño de un futuro de la forma más especial posible, conscientes de que el lenguaje es el único código que poseemos para intentar nombrar una realidad, muchas veces, sólo intuida, y que, a menudo, parece superarnos:

La hierba y el cielo dicen
yo no sé decir.
La mar y el aroma dicen
yo no sé decir.
También yo digo
yo no sé decir.
E.Chillida, Escritos